ARTURO BORDA, EL TRIUNFO DE NO SER NADA


La obra literaria de Arturo Borda, es, sin lugar a dudas la fundacional del imaginario, no solo cultural, sino también sociológico, de aquello que llamamos paceñidad.
Remitiéndonos al mayor de los exponentes de las letras en Bolivia, Tamayo, supuesto padre nuestro a la hora de los balances en cuanto a influencia nominal y subliminal dentro del espectro de la cultura nacional, no puede compararse su influencia dentro de la cotidianidad; aquí nos podemos detener y esgrimir argumentos, también poderosos, para ponderar también al polígrafo Gabriel René-Moreno, en cuanto a estilo y prolificidad incansable de archivista y creador de la mejor narración acerca del advenimiento de la independencia altoperuana.
Pero, independientemente de competencias sin sentido, es en y a partir de Arturo Borda que la literatura desciende a los irracionales dominios de lo urbano, de la individualidad íntima, incluso de la lírica descarnada.
Anotaba Carlos Medinaceli, en un gran ensayo, que Tamayo no era un poeta lírico porque carecía de intimidad en sus versos, es decir lo que le sobraba en grandilocuencia y jeroglíficos poéticos le faltaba a la hora de revelar sentimientos propios y profundos a través de su obra; conclusión que me parece totalmente acertada. No niego que es tentador ponderar aquí a Arturo Borda como el primer poeta lírico de valor, pero no quiero entrar en terreno tan subjetivo. Más bien, me parece mas acertado, aunque no menos llano, hacer un paralelismo entre Walt Whitman y Arturo Borda muy a propósito de la intimidad y más de la identificación autor-obra.
Borges decía que era imposible separar al escritor del personaje de Hojas de Hierba, y esto daba a suponer que la vida de Whitman habría sido la continua narración de un hombre joven, saludable, atlético, fuente inacabable y catarsis de poesía. Y la realidad habría sido otra, ya que el Whitman real habría estado mucho tiempo enfermo y ocupado en labores menos gratificantes que el disfrute incesante de las maravillas de la creación.
Tal vez es una sensación similar, y bastante repetida por otra parte, la que uno siente al leer El Loco y visualiza a Borda tristemente harapiento rumbo a un cuarto piojoso, ebrio, arrogante y triunfal por sobre los pobres imbéciles que se compadecen de él. Parece imposible separar al Loco Borda del Arturo Borda real.
Más allá de las exageraciones evidentes a la hora de hacer paralelismos entre una obra de ficción, como toda obra, y una vida humana con matices inalcanzables a la escritura, es indudable que la comparación no es arbitraria.

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