El Portazo

"Se supone que se tiene que empezar por uno mismo, despojarse del temor que provoca el darse a conocer como uno supone que es, simplemente hablar de las miserias y bajezas de las que uno es o ha sido capaz. Así todo es admitido de inmediato. Exteriorizar los pensamientos egoístas, los planes, la heroicidad de no ser nadie, el poder de no tener nada; todo aquél montaje que permite imaginar que esta vida no ha sido tan mierda."
Así terminabas la mayor parte de tus críticas para con los sublimadores de la miseria, era (palabras mas, palabras menos) la forma que encontrabas para vengar tu sensatez ante ese conglomerado de borrachos imbéciles, de indios de mierda, pretenciosos especímenes que intentaban mear en tu merecido parnaso recién establecido.
Pero con las mujeres era diferente, ¿te acuerdas?, ahí la hipocresía y tus dos billetes flameaban sin reproches, tu cara gorda gorda se regodeaba entre babas, se te hacía un nudo el cuello.
En fin, todo tiene justificación, eso lo aprendimos leyendo, por eso no podía sorprenderme tu casa y su limpieza rigurosa casi ofensiva. Recuerdo, además, tus almuerzos planificados que me supieron a rica envidia, sobre todo esa primera vez que fuí y me llevaste a ver tus muebles en una vergonzosa cotización. Como olvidar tu biblioteca ordenada con el decoro de un gran crítico con plumero. Ni hablar de las personas que vivían en esa casa.
Cómo no quererte sacar a patadas de ahí y ocupar tus sillas curvas, pisar diariamente tu alfombra de perro, mirar con desdén las paredes, los cuadros; ir hacia la biblioteca y hojear a gusto la vida de Tristan Marof.
Por supuesto, esas intenciones no se reñirían en absoluto con la cotidianidad de la casa.
Sé, lo intuyo al verte como miro tus cosas, que tú te das cuenta de la inquietud que me producen, tal vez sea lo usual en las visitas que recibes.
Recuerdo que cuando me invitabas a tu cumpleaños e ibamos quedándonos solos solías hacerme algunas confidencias, algo así como una autoevaluación diría, que generalmente concluía en un discreto brindis por la razón, y yo brindaba y te decía que pronto podríamos explicar todo lo que se nos antojase, que muy pronto ocuparíamos (me visualizaba a mí solamente) el lugar que nos corresponde en esta ciudad mediocre y sucia. Dejábamos las copas y regresábamos a la sala, a veces estaba Victoria, siempre estuvo Marina. Llegaba la hora de despedirse y comenzábamos a reirnos de lo gracioso del acto repetitivo de despedirse para reencontrarse. Así eramos, o por lo menos así nos recuerdo.
Creo que la sinceridad ha sido imposible entre nosotros, yo lo notaba cuando te veía en los reflejos de las bandejas, en las pasadas por los espejos, del televisor; siempre tenías esa compostura forzada que inconscientemente adopté también, imperturbable hasta en tus resfríos mas fuertes, doblabas el pañuelo con tal perfección que nunca me cupieron dudas de que tus maneras de conquistador infalible se perfeccionaban aún mas en situaciones adversas y te sentaba muy bien la enfermedad, entre mas aguda mejor.
Tu cabello siempre bien recortado, el brillo de tus zapatos, y todo ese conjunto de detalles que te definían, me hacían sospechar de tu amistad, "la espontaneidad no puede manifestarse excepcionalmente", pensaba.
Todo muy comprensible, pero soy yo quien ha sufrido el agravio; despreciado por todos en cuanto me vi en la necesidad de vivir a mi gusto.
No sabes. Libertad es decidir si se es caritativo o no según se tengan secas o no las medias, besarmela o no a mi Marinita dependiendo de los programas de la tele, mentir o sublimar la verdad de acuerdo a lo lindo de los pechos de las mujeres, bañarme o nada si es que tengo que pensar en las maneras de no trabajar.
Por todo eso y tal vez más por otras cosas (las interrupciones perfectibles, la ignorancia herína, los pelos del baño, las monedas en el suelo...) fueron llevándome al lugar que mas prefiero ahora: el silencio. Y fuí despojándome de mis bolígrafos en las camisas; se hizo mas grande mi cuarto, mi tristeza, torcí mi sobriedad hacia el poético alcohol, vómito y material para mirones.
Me convertí, mas bien debo decir soy, algo mas parecido a lo que suponía ser. He asumido la forma de un melancólico en barba, de uno que no sabe como explicar esta irrupción repentina en tu cobarde tranquilidad.